Cuenta la leyenda que por aquellos años del siglo 16, vivía en la ciudad de Puebla, un hombre viudo que sólo poseía entre sus riquezas a sus dos hijos, un pequeño que rondaba los 6 años de edad, y una bella joven de nombre María que había alcanzado el clímax de la juventud desenfrenada.
En el transcurrir del tiempo, María se enamoró de un soldado que todos conocían como Juan Luis, quien le juró fidelidad absoluta, y para demostrarle su amor, una tarde el joven soldado decidió visitar al padre de María para pedirle la mano de su hija.
Éste lo recibió en su casa, y al notar su carácter afable, decidió escuchar su petición. Platicaron de un sin fin de cosas, hasta que el padre de María escuchó sobre la afición de Juan Luis por las armas; de pronto, la respuesta fue tajante, y la petición de aquel joven, le fue negada.
Por esos días en diversos rumbos de la ciudad de Puebla, apareció una gigantesca y espeluznante serpiente que paralizó a los habitantes de la pacífica localidad. Se trataba de un animal de enormes dimensiones con varios metros de largo, que abarcaba una calle entera, y que tenía una temible cabeza por la que asomaban sus filosos colmillos.
Desde su aparición, el pánico se regó como pólvora entre los moradores, quienes no salían de sus casas, no acudían a sus trabajos y los comercios permanecían cerrados, por lo que el Ayuntamiento y el virrey ofrecieron una recompensa a quien lograra capturar y acribillar a la terrible bestia, pero ningún hombre se atrevía.
Una tarde, la gigantesca serpiente se arrastró por la acera hasta llegar a una casona humilde, hecha de adobe y con agujeros por todas partes. La casa a la que había llegado era la de María, en donde su hermano de seis años se encontraba plácidamente jugueteando con los diminutos muñecos de madera que poseía.
Con ojos enfurecidos, la feroz serpiente observó al pequeñuelo, mientras que por su hocico desprendía glándulas de saliva a la vez que dejaba expulsar su prolongada y repugnante lengua. Sin dejar escapar a su presa, el gigantesco reptil se abalanzó contra el niño, quien sólo pudo responder con un gesto de pánico.
En segundos y de un solo bocado, la bestia le devoró la cabeza succionándola instantáneamente. El pequeño cuerpo de aquel inocente infante se desvaneció y el piso se inundó de sangre dejando un inmenso charco rojo.
La noticia estremeció a María y a su padre, quien abatido por tan terrible desgracia, internó a María en un convento, mientras que con los pocos bienes que aún poseía ofreció una recompensa a aquel que aniquilara a la terrible serpiente. Y aunque pocos se atrevían a enfrentarla, fracasaban en su intento. Un buen día, se apareció un jinete aguerrido con el rostro oculto por la visera de un casco llevando consigo una espada, y decidido a asesinar a la espeluznante bestia.
Algunos pobladores lo observaron desde los cristales de sus ventanas y entre gritos, clamaban su valentía. De pronto, el jinete vislumbró a la serpiente desde el lado opuesto, y corrió en su persecución; atravesó a todo galope la plaza y le dio alcance. Ante una lucha desenfrenada, un tajo certero de la espada arrancó la cabeza del reptil que en su agonía se zangoloteó con desesperación hasta que murió.
Así, este hombre fue bautizado como “el que mató al animal”, quien generosamente fue recompensado por su valentía con una modesta casa y un título de nobleza. El padre de María, al descubrir que aquel jinete que desafió y asesinó a la bestia se trataba de Juan Luis, le otorgó la mano de su hija para que llevaran a cabo el sueño de unirse en matrimonio.
La boda se celebró y los habitantes de la ciudad de Puebla pudieron recuperar nuevamente la tranquilidad. Desde entonces en Puebla, se recuerda la grandiosa hazaña del “hombre que mató al animal”.